Párrafo 18.16

18.16 «La obcecación es una de las deidades de mayor veneración en este tiempo, suele esconderse bajo el pretexto inútil de estado de ignorancia. Aparece cuando se insiste en reincidir a sabiendas en pensamientos erróneos, solazándose en un ritual de complicadas pasividades, una forma de aislar la razón del alma.»

COMENTARIO DE EL AVENTURERO

Aceptarnos con nuestro estado de ignorancia es importante; saber que tenemos que salir de él y que es deber nuestro caminar hacia la sabiduría es todavía más importante.

En nuestra parte oscura, trabas, pecas, nudos… obstaculizan el fluir de la energía, aíslan la razón del alma, evitan alcanzar la inteligencia. Y es la obcecación envuelta en la ignorancia, aceptando a sabiendas pensamientos erróneos, confusos, la que nos traba en la prisión, en la pasividad, en la inanidad de la no evolución. Y uno se pregunta: ¿por qué hay un condicionante tan poderoso que impide cumplir esas reglas de oro por las que adquirimos el compromiso de nacer? ¿Por qué nos engañamos y engañamos al otro? ¿Por qué la obstinación se solaza en lo erróneo y en la pasividad para obstaculizar y detener el fluir de la energía y preferimos beber las aguas del Leteo, de la memoria pasiva, al agua viva de Nemosina, la memoria creativa, y olvidar nuestro mensaje? ¿Por qué, Señor, nos empecinamos en negarnos y en negar al otro? ¿Por qué dejamos que el mal derrote al bien en lugar de integrarlo y alcanzar lo trinitario?

Nos hemos olvidado del camino de los dioses, de esa ruta que nos llevaría a su encuentro. Argonautas en búsqueda del Vellocino, Caballeros de Arturo queriendo alcanzar el Grial, cátaros protegiendo, cuidando el tesoro, templarios con el secreto del Templo de la Sabiduría, del Arca de la Alianza, discípulos de Jckin y Boaz… Somos nosotros, sí, pero lo hemos querido olvidar y nos acogemos en el manto de otras deidades falsas pero cómodas como la obcecación. Y así estamos pero con la necesidad de alcanzar nuestro ser, nuestro yo interior, ese que nos obligó a nacer.

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3 Comentarios

  1. Panacea
    8 enero, 2021

    Siempre he sostenido que la argumentación ideológica está más emparentada con las convicciones previas y los condicionantes aprendidos que con la formulación de preguntas y respuestas ante la novedad; normalmente no se está en disposición de aprender sino de reforzar la línea argumental desde paradigmas previos, normalmente simplificados y construidos desde el apriorismo ya estabulado por corrientes de información de dudosa veracidad. Es siempre cuestionable posturas tácitas y rotundas donde no se deja margen a la duda, y menos si no se obtiene respuesta. No es posible y no se debiera cerrar el círculo cuando se desconocen en su mayoría versiones contrapuestas y otros puntos de vista que nada tengan que ver con nuestro sentir; normalmente se buscan razones que refuercen lo ya instalado en nuestro acervo y se asemeja a lo que ya está, no dejando la posibilidad al cambio, aunque se intuya, y mucho menos si se enfrenta a lo que se siente. Es todo un juego falaz que tiene que ver más con la lucha y el enfrentamiento argumentario que con la búsqueda de certezas y luces que nos vayan haciendo un poco más sabios. Así, tiene más poderío y reconocimiento el que mayor rotundidad es capaz de exponer y verbalizar desde su profusa locuacidad que el encuentro paulatino de esa andadura que nos refuerce la búsqueda del alma.

    El proceso es opuesto y contradictorio: El que opina con mucho ahínco está más cerca de ser aceptado y respetado, pero suele alejarse de su sentir profundo y de lograr diluir los ruidos que nos confunden, aunque no se sea comprendido.

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  2. Loli
    8 enero, 2021

    Solemos, identificar y categorizar el pensamiento como algo ajeno a nuestra biología, como algo fuera del alcance las leyes (descubiertas y no) que regulan la materia.

    Eso simplemente, quizás, debería suponer, si le prestásemos una atención más continuada y profunda, uno de los múltiples indicadores de lo desconocidos que somos para nosotros mismos.

    Asimismo debería ponernos en alerta respecto a la importancia de los pensamientos y sus proyecciones hacia dentro y hacia fuera, con todo lo que ello implica, consecuencias conocidas o desconocidas, pero muchas veces intuidas.

    Huir de esa realidad ligada a la Naturaleza misma a la que pertenecemos, supone aferrarnos a la idea de que aquello que pensamos es, finalmente, producto y responsabilidad ajenas, aunque no sepamos muy bien de qué o de quién, pero no hay problema, para ello tenemos a un sistema ciego por mantener sus estructuras de poder, que siempre nos dará una respuesta, una etiqueta, un “relato”, un “argumento”, un neologismo y una religiosa teoría científica, para calmar nuestras inquietudes, si queremos.

    Lo contrario, creo, sería afrontar la responsabilidad y la realidad de que nuestra forma de pensar, que antecede normalmente a la de actuar, y de conformar el pensamiento, es fruto, finalmente, de nosotros, de las capacidades y las carencias también con las que llegamos a este mundo, y con todas las posibilidades que podríamos desplegar con ellas.

    Es cierto que resulta un trabajo incómodo y difícil profundizar en la reflexión necesaria de que todo pensamiento que se produce en nosotros, es fruto de nuestro funcionamiento energético, biológico, y del uso que hacemos de él, porque, creo también, eso nos lleva demasiadas veces a la conclusión de haber acumulado demasiados actos y actitudes inconscientes, y que éstos, finalmente, parecen tomar el mando.

    Empecinarse, entonces, en que la culpa y la responsabilidad es del “entorno”, se vuelve, no ya fácil, si no a veces hasta imprescindible, si nuestra consciencia no quiere desbarrar en momentos determinados.

    Pero luego siempre llegan oportunidades temporales, de remansos que quizás formen parte de ciclos desconocidos, donde nos damos cuenta que se dan las circunstancias para abrir nuestras mentes hacia el trabajo, el estudio y la reflexión, aunque también son momentos propicios para la distracción, si no mantenemos nuestra capacidad de atención, o no la hemos sabido cuidar lo suficiente en su crecimiento, para caer, entonces, en las redes de ocio y de ritmos binarios que nos ofrecen los sistemas que temen desaparecer en su idea piramidal de organización de los poderes.

    Una de las evidencias de que muchas veces nos sobresaltamos ante la inercia a la que hemos acostumbrado nuestras posibilidades de trabajo, es, pienso, la negación, consciente o no, de algo que ha pasado por nuestra mente.

    Aquello de “esto que acabo de pensar no puede ser mío”, creo que es algo…bastante común.

    Nos pasa ante ideas que no llegan a las palabras, y que apartamos, o eso nos creemos, inmediatamente de la parte más consciente de nuestro cerebro, ideas o pensamientos que nos horrorizan.

    Sin embargo son nuestras, de nadie más.

    Quizás mucho más que aquellas otras que provienen de códigos éticos consensuados con una apariencia impostora, la que nos permite, quizás, una cierta acomodación social, y una fuerte linealidad reflexiva.

    Puede, quizás también, que empezar a comprender el concepto de “estética”, igual nos ayudaría a asumir sin miedo, o con más valor, cuál es realmente el estado con el que nos hemos identificado, y por qué, en el fondo, no somos felices haciendo de él nuestra carta de presentación permanente, por qué nos falla, al final, por todos lados.

    Las formas de pensamiento que somos capaces de producir, son nuestras, y puede que no sean los códigos morales los que decidan su su bondad o no, pues a lo mejor lo que ocurre es que no están ahí para perpetuarse, sino para transformarse, y normalmente, algo que se regula, es porque se admite que forma parte de la “norma”, la “normalidad”, que está ahí para “quedarse”, no para convertirse en algo mejor.

    Asumir, al menos, una parte de esto, ya es difícil, entiendo yo, pero por lo menos, es como un pequeño paso, sería una especie de inicio de verdadera reconciliación con lo que anhelamos ser, no con lo que falsamente, creo, nos conformamos en quedar, y manifestar.

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  3. Alicia
    24 abril, 2022

    Cuando estoy de malas me lo pregunto, a mí, o al aire, “¿y yo para qué coño nací?”.
    (Perdón, pero es que cuando estoy de malas tengo muy mala lengua).
    Entonces, cuando me lo pregunto – o se lo pregunto – llega una vocecita, no sé si suya o mía, aunque tiendo a pensar que más bien suya porque es suave, amable, como una caricia que me dice “pues para que aprendas a recordarlo”.
    Pero me desespera, y me pone de muy malas, ver lo poco, lo poquísimo que me cunde.

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